Mujer y trabajo: La crisis de los cuidados: precariedad a flor de piel

Rebelión
Introducción
Las reflexiones que se plantean en este texto están vinculadas a una visión de la precariedad que no sólo tiene en cuenta la situación que atraviesa el mercado laboral y las cada vez peores condiciones que sufren las asalariadas y los asalariados.
Si bien consideramos que ésta es una forma de precariedad que no sólo es muy grave en sí misma, sino que incide en muchos otros aspectos de la vida de las personas, no queremos centrar nuestra mirada exclusivamente en las relaciones laborales, dando por sentado que el nudo de los problemas sociales que padecemos sólo puede ser desatado interviniendo sobre los mercados.
Más bien al contrario. Creemos que el pensamiento hegemónico nos marca unos estrechos límites, un falso imaginario que deja fuera de nuestra mirada una gran parte de la infraestructura que sustenta este patriarcado capitalista blanco que padecemos. Si en nuestras sociedades occidentales los mercados capitalistas han conseguido convertirse en el epicentro de la organización social y han erigido a la economía como único principio de realidad, esto ha sido posible, en gran medida, por su habilidad para camuflar la realidad y convencernos para que viéramos sólo aquello que debíamos ver. O que queríamos ver, porque en el mismo proceso se han ido recreando nuevas formas para mantener la subordinación y opresión de las mujeres, algo a lo que la otra mitad de la población no es en absoluto ajena.
La visión dicotómica de la realidad de la que partimos, la idea de que existen espacios sociales diferenciados y que lo "público" (el estado, los mercados, el trabajo asalariado...) tienen poco o nada que ver con lo "privado" (los grupos familiares, las redes sociales, el trabajo de cuidados...) no es más que una falacia que nos impide ver los íntimos mecanismos que hacen funcionar en todo su esplendor la estructura del sistema.
Creemos que es absolutamente necesario romper esta dicotomía y empezar a plantearnos una visión integral del mundo en que vivimos, no sólo para poder entenderlo, sino para poder imaginar un mundo diferente, una sociedad organizada en torno a las necesidades humanas, y luchar para conseguirla. Dejar de considerar a los mercados como epicentro supone, también, dejar de considerarlos como el único escenario de intervención, tanto teórica como práctica.
En los siguientes apartados iremos viendo el enfoque de precariedad del que partimos y, sobre todo, lo que hemos denominado la "crisis de los cuidados", cuyos efectos consideramos no sólo como una de las formas de precariedad más severas(1), sino como un elemento crucial en el despliegue y legitimación de otras formas de precariedad. Pero también hay que ver las crisis desde un punto de vista positivo. La crisis de los cuidados tiene la virtud de permitirnos visualizar y poner en cuestión algunos elementos centrales sobre los que se constituye nuestra sociedad y generar nuevos imaginarios, nuevas propuestas de transformación y nuevas formas de lucha. En ello estamos.
(Re)pensando la precariedad
Para pensar la precariedad rompiendo el estrecho marco de los mercados e intentando abarcar la vida en su conjunto (la pública y la privada, la de los hombres y la de las mujeres) hemos dirigido nuestra mirada, en primer lugar, a lo que consideramos debería ser el objetivo social por excelencia: la satisfacción de las necesidades humanas.
Partir de esta perspectiva, a pesar de la dificultad que entraña determinar qué consideramos como necesidades humanas, nos permite visualizar la precariedad de una manera muy amplia, tanto de las formas en las que se manifiesta, como de las personas o grupos sociales que la padecen.
Una primera proposición es entender la precariedad como la inseguridad de poder acceder a aquellos recursos que necesitamos para vivir. Pero ¿qué necesitamos para vivir? Excede a la extensión y al objetivo de este texto abordar el complejo debate sobre las necesidades humanas, pero sí creemos necesario señalar algunas ideas.
Las necesidades tienen un carácter multidimensional. Existe una dimensión material de las necesidades: necesitamos comida, vivienda, abrigo, agua... pero también una dimensión inmaterial que hace referencia a los afectos, las relaciones sociales, la libertad, la autonomía... Estas dos dimensiones no son escindibles y no pueden comprenderse por separado. Si padecemos una enfermedad grave necesitamos medicinas y un hospital, pero también afecto y apoyo emocional para superarla. Necesitamos relacionarnos socialmente, pero para relacionarnos necesitamos un espacio material en el que hacerlo.
Tener en cuenta estas dimensiones es muy importante para comprender que también la precariedad es multidimensional y afecta de forma combinada a elementos materiales e inmateriales. Una persona joven que no puede asegurarse recursos monetarios suficientes para independizarse puede tener garantizadas muchas de sus necesidades (casa, comida, afecto...), sin embargo carece de algo que consideramos indispensable: la autonomía. Una persona inmigrante puede disponer de dinero, pero puede tener serias dificultades para que le alquilen una vivienda o para relacionarse con el vecindario. Una trabajadora sexual puede tener asegurados recursos monetarios suficientes para vivir, pero la persigue un estigma social que precariza no sólo sus condiciones laborales sino su vida entera. Una persona presa tiene garantizada la satisfacción de las necesidades materiales más inmediatas, pero no tiene libertad ni puede disponer cotidianamente del afecto y el apoyo de las personas que le quieren.
Como podemos ver, los recursos a los que nos referimos para poder satisfacer nuestras necesidades, para vivir una vida que merezca la pena ser vivida, son de índole muy diversa. Equiparar bienestar con ingresos monetarios, capacidad de satisfacer necesidades con capacidad de consumo o satisfacción de necesidades con empleo es una visión reduccionista que no tiene en cuenta que muchas de las necesidades humanas (y en algunos casos las más importantes) se resuelven desde ámbitos que poco tienen que ver con el mercado. Éste es el caso de las necesidades de cuidados, que se satisfacen mayoritariamente desde el trabajo no remunerado.
Pero cuando hablamos de necesidades no sólo estamos hablando de recursos, también estamos hablando de derechos. Y ésta es nuestra segunda proposición: la precariedad también se manifiesta por la falta de derechos sociales, que apenas son reconocidos como tales en la actualidad, sobre todo en el caso de algunos colectivos. De este modo hemos llegado a la siguiente definición de precariedad: desigualdad institucionalizada en el reconocimiento, el acceso y el ejercicio de derechos, lo que supone la imposibilidad real de disponer de un modo sostenido de los recursos adecuados para satisfacer necesidades(2). La precariedad, por lo tanto, indica siempre un déficit en derechos y recursos.
Tomamos esta definición como un punto de partida que no sólo nos está permitiendo tener una visión amplia de la precariedad en la vida, sino que nos facilita introducir en nuestro análisis diferentes ejes de poder (clase, raza, país de origen y género) y por tanto diferentes formas y contenidos de la precariedad. Incluso diferentes imaginarios.
En este sentido, tenemos que poner de relieve que la precariedad no es algo nuevo, sino que se inserta en un proceso de feminización del trabajo en el cual los empleos adquieren cada vez más las características propias de los trabajos (remunerados y no remunerados) tradicionalmente realizados por las mujeres. Las formas más precarias de inserción laboral (peores condiciones, salarios más bajos o fluctuantes, temporalidad, entradas y salidas constantes del mercado laboral...), la incertidumbre en el acceso a recursos económicos, la exclusión de los derechos sociales, la limitación de la capacidad de autodeterminación ... han sido formas de precariedad históricamente vividas por muchas mujeres. La precariedad no es un fenómeno nuevo para el conjunto de las mujeres, aunque en las condiciones actuales se agrave cada día más. Lo nuevo es que está empezando a afectar de forma generalizada al colectivo masculino.
Sobre los cuidados. Algunas ideas a tener en cuenta
La necesidad y el trabajo de cuidados
Cuando hablamos de cuidados nos estamos refiriendo a una necesidad de todas las personas.
Necesitamos alimentarnos, y que sea de forma conveniente; necesitamos vivir en un lugar lo más cómodo y aseado posible; necesitamos compañía y afecto; necesitamos cuidar de nuestra salud y de nuestras enfermedades... Sería difícil enumerar todas las actividades que realizamos diariamente para nuestra sostenibilidad y la de las personas que nos rodean.
La necesidad de cuidados requiere para su satisfacción de un trabajo: el trabajo de cuidados.
Este trabajo es el que se ha denominado tradicionalmente "trabajo doméstico" cuando lo que se enfatizaba era el componente material de estas actividades (limpiar la casa, hacer la compra y la comida, lavar la ropa...) y no se percibía que incluso en estas actividades que pueden considerarse tan mecánicas estaba presente un componente afectivo y relacional. La idea de trabajo de cuidados es mucho más compleja y no sólo resalta sus facetas inmateriales, sino que incorpora una visión multilateral que muestra cómo se entrelazan muy diversas actividades(3), que se desarrollan en diferentes espacios, con un único fin: la sostenibilidad de la vida.
Quienes necesitan los cuidados.
Todas las personas necesitamos cuidados. En algunos casos pueden ser resueltos por una/o mismo, en lo que denominamos autocuidado(4), pero otras no, como puede ser la necesidad de compañía, afecto o reconocimiento. Además, las personas somos seres sociales y formamos parte de redes donde se da el cuidado mutuo(5).
Sin embargo, hay determinados grupos de personas que no pueden hacerse cargo de gran parte de su autocuidado, ni pueden participar de forma recíproca en lo que hemos denominado "cuidado mutuo". Es el caso de las personas dependientes(6). Cabe destacar que todas las personas pasamos, a lo largo de nuestra vida y en diferentes facetas, por fases de dependencia. Es decir, la dependencia no es una condición absoluta de un grupo social frente a otro.
Sobre las personas dependientes queremos hacer una primera salvedad. Normalmente se entiende por tal aquellas personas que por su edad (niñas y niños o mayores) o por situaciones de enfermedad o discapacidad (temporal o definitiva) tienen que depender de otras personas para tener cubiertas sus necesidades de cuidados. Sin embargo, también queremos llamar la atención sobre lo que hemos denominado "dependientes sociales". En este grupo situamos a un gran número de hombres (todavía la inmensa mayoría) que son dependientes porque no tienen ni la formación para cuidarse ni quieren hacerlo(7).
Dependientes vs independientes. Un problema de lógicas.
Queremos detenernos en este punto, no sólo porque nos parece errónea la idea de independencia que se maneja habitualmente, sino porque está directamente relacionada con las dos lógicas antagónicas que subyacen en la falsa dicotomía público / privado que mencionábamos al principio de este texto.
Los seres humanos somos seres sociales y como tal interdependientes(8). El concepto de autonomía de la retórica liberal del contrato, en la que se fundamenta la sociedad moderna, está basado en un ser fantástico: el ciudadano, un ser autónomo, autosuficiente y libre de ataduras. Un propietario (por lo menos de su cuerpo para poder vender su fuerza de trabajo) que puede contratar libremente con otros propietarios. Un intercambiador en búsqueda de rentabilidad, que puebla los mercados y que, persiguiendo su beneficio individual, organiza la sociedad. Un ente que no necesita ser cuidado y que no tiene que cuidar de nadie. Un individuo que huye del reino de la necesidad para llegar al reino de la libertad. Este ser humano imposible, construido por y para los varones blancos(9), es el modelo social por excelencia y constituye el sujeto de los mercados capitalistas. Hablamos de un ciudadano de mercado, regido por su misma lógica implacable de acumulación y por el único objetivo de obtener beneficios.
Pero este modelo de ciudadano no deja de ser una abstracción que excluye las facetas humanas que no pueden expresarse en las relaciones mercantiles. Por ello es imprescindible la existencia de otro espacio donde pueda reconocerse la materialidad de los seres humanos: sus cuerpos, su subjetividad y, por tanto, sus necesidades. Un espacio regido por una lógica humana, en el que se desarrollen los cuidados, los afectos y las relaciones de reciprocidad. Un espacio para las mujeres, las no-ciudadanas, que tenga como objetivo prioritario la sostenibilidad de la vida. Y este espacio y quienes lo habitan son considerados dependientes, de los mercados, de los ingresos que vienen del empleo etc. Otorgar la categoría de autónomo al ciudadano de mercado frente a la condición de dependiente de la no-ciudadana cuidadora no es una maniobra inocente, sino que pretende ocultar el conflicto existente entre la lógica de acumulación y la de cuidado de la vida.
Esta visión dicotómica de la sociedad no sólo establece un escenario dual, sino que "los diversos pares que forman la estructura binaria del pensamiento occidental se unen y retroalimentan: público/privado, mercado/familia, egoísmo/altruismo, empleo /cuidado, autonomía/dependencia, racionalidad/emotividad, civilización/naturaleza... Pero la valoración social sólo recae en el primer elemento de cada par"(10) ('Precarias a la Deriva', 2003). Lo que se prioriza, en definitiva, son los mercados capitalistas y su lógica de acumulación, que se constituyen como eje de la organización social. Las necesidades humanas quedan relegadas a un segundo plano y serán resueltas siempre que exista una demanda solvente que procure beneficios a los mercados.
Pero también esta formulación sitúa a mujeres y hombres en distintos espacios y les asigna distintos roles y distintas posiciones de poder. Las habitantes del espacio privado, responsables de la familia y dedicadas a los cuidados, quedan subordinadas a los varones ciudadanos(11), a los que deben garantizar sus servicios mediante otro contrato: el contrato sexual(12).
Cuidados, mercado y familia
Este modelo, que ha servido de base para la constitución de la sociedad moderna, queda patente en la estructura mediante la cual se han resuelto tradicionalmente los cuidados: la familia. En el conjunto del mundo occidental y también en el estado español, los años dorados del capitalismo que vinieron tras la II Guerra Mundial se basaron en lo que llamamos la familia nuclear fordista (hombre ganador de ingresos monetarios mujer ama de casa dedicada a los cuidados) que ha sido una forma de organización social imprescindible para el funcionamiento de la sociedad de mercado.
A pesar de que la familia fordista ha sido más que una realidad un ideal social(13), lo cierto es que este modelo consiguió que las mujeres se hicieran cargo de forma obligatoria, aunque naturalizada, de los cuidados, resolviendo mediante su trabajo no remunerado la responsabilidad social de sostener la vida.
Para hacernos una idea del volumen que representa este trabajo, en el siguiente cuadro pueden verse los millones de horas que se dedican anualmente en nuestro país a cuidar de forma no remunerada, así como los millones de empleos a los que equivaldría(14):
Cuidados no remunerados Horas anuales (millones) Equivalente en empleos (millones) Realizado por mujeres %
Cuidado de niñas y niños 14.500 8,7 82,3
Cuidado de personas ancianas 4.295 2,5 79,8
Cuidado personas enfermas 4.780 2,7 80,3
TOTAL 23.589 14,1 80,9
El trabajo no remunerado de las mujeres no sólo ha sido crucial para resolver la demanda social de cuidados, sino que ha sido imprescindible para que pudiera producirse el desarrollo capitalista tal y como lo conocemos. Ideas como estado del bienestar o pleno empleo se han formulado sin tener presentes el papel determinante del trabajo no remunerado de las mujeres, ni su exclusión mayoritaria del empleo.
La crisis de los cuidados
El modelo de familia fordista al que nos hemos ido refiriendo entra en una crisis paulatina en los países capitalistas avanzados, que se hace plenamente manifiesta en la década de 1970. Uno de los elementos centrales de esta crisis es el giro que para la forma de vida de las mujeres suponen los logros de la lucha feminista. Por eso, cuando hablamos de esta crisis no podemos hacerlo sólo en sentido negativo, porque también es resultado de la lucha contra un modelo que se sustenta en la opresión de la mitad de la población. Otra cosa son los límites de esta lucha de las mujeres, que si bien ha posibilitado grandes avances y el que las mujeres pudieran acceder a terrenos de autonomía y libertad que les habían sido negados, no es menos cierto que no ha conseguido transformaciones sociales de suficiente calado en el terreno de los cuidados. Esto ha supuesto que, como en un efecto boomerang, las consecuencias negativas de la crisis hayan vuelto a repercutir en las mujeres, sobre todo en aquellas de las clases más desfavorecidas y en las inmigrantes. Por tanto, estamos hablando de un modelo que se tambalea, pero también de una tendencia al restablecimiento del equilibrio bajo unas pautas bastante parecidas: negar la responsabilidad social de los cuidados y seguir atribuyéndola en exclusiva a las mujeres. Pero, sobre todo esto, hablaremos más adelante.
Efectivamente, el modelo mediante el cual se resolvían las necesidades de cuidados se tambalea. Las mujeres, que habían dedicado todo su tiempo y energías a este trabajo no remunerado, se empiezan a incorporar masivamente a un mercado laboral masculino, cuya estructura está diseñada para personas que no tienen que cuidar de nadie. De este modo, la tensión entre la lógica del mercado y la lógica del cuidado emerge con gran intensidad y las mujeres empiezan a experimentar esta tensión en su propio cuerpo, que se convierte en lugar de batalla entre las exigencias de uno y otro escenario. Este hecho, que no pasa desapercibido para casi nadie, pretende solventarse con políticas y leyes denominadas de "conciliación". Pero difícilmente puede conciliarse lo irreconciliable. En este caso, la centralidad de los mercados en la organización social se traduce en la priorización absoluta de los imperativos del mercado laboral frente a cualquier otro argumento. Sus necesidades productivas organizan el tiempo social y son inapelables frente a las necesidades de cuidados.
Y, sin embargo, hay que cuidar. Como hemos ido viendo, la necesidad de cuidados es algo crucial para las personas y, si tenemos en cuenta que los cuidados se resuelven fundamentalmente desde el denominado sistema doméstico, podemos hacernos una idea de la magnitud que puede alcanzar este problema. Por poner sólo un ejemplo, podemos decir que, en el caso de cuidados por enfermedad, para la que existe una amplia infraestructura sanitaria, ésta sólo facilita el 12% de los cuidados necesarios(15). El resto se facilitan desde el sistema doméstico.
Pero, además, la crisis de este modelo de cuidados se despliega en un contexto muy marcado por otros factores que hacen que se incremente en intensidad. Por un lado nos encontramos con una serie de cambios demográficos: la tasa de natalidad cae y la esperanza de vida se incrementa. En el año 2010 habrá en nuestro país entre 1.725.000 y 2.352.000 personas mayores dependientes y la población cuidadora se reducirá potencialmente en un millón de personas(16). Cada vez hay más personas que cuidar y menos personas que puedan hacerlo. Por otro lado, las políticas neoliberales que impulsan la globalización generan cada día mayor precariedad en el empleo, en la vivienda, en la alimentación, en la salud, en las prestaciones sociales, en las formas de vida... ... Esta precariedad generalizada no sólo se manifiesta en las dificultades para cuidar o cuidarse, sino también en el incremento de la necesidad de cuidados. Por ejemplo, la precariedad laboral está disparando los accidentes de trabajo. En este caso, como en el resto de los cuidados por enfermedad y tal y cómo veíamos antes, la mayoría se prestan desde el sistema doméstico. Las empresas se siguen desentendiendo, como han hecho tradicionalmente, de la mayor parte del cuidado que necesitan las personas accidentadas. La transferencia de esta responsabilidad a las familias se hace sin ningún empacho, considerando inalterable e inalterado el modelo mediante el cual las mujeres debían dedicarse en exclusiva y de forma no remunerada al cuidado.
En nuestra vida cotidiana podemos comprobar las enormes dificultades con las que nos encontramos para satisfacer tanto nuestras necesidades de cuidados como las de aquellas personas que dependen de nuestra atención. El caso de las ancianas y ancianos es quizá ahora el más visible socialmente, pero este problema recorre todas las edades: ¿Cómo vamos a cuidar a las personas discapacitadas?; ¿qué hacer cuándo un niño enferma y no puede ir al colegio?; ¿quién podrá cuidarme cuando la que enferme sea yo? Se generaliza la inseguridad de que podamos cuidarnos, cuidar de otras personas o recibir cuidados cuando lo necesitamos. Creemos que esta forma de precariedad es muy grave. ¿Para qué sirve una sociedad que ni siquiera puede garantizar el cuidado de las personas que la componen?
Los cambios ante un modelo en crisis
La grave situación planteada, que pone de manifiesto algunos de los mecanismos básicos de la irracional e injusta organización social en la que vivimos, no sólo no está generando una dura crítica social a este sistema, sino que se percibe como un asunto que pertenece al mundo de lo "privado" y no llega a interpretarse en clave colectiva. En este escenario, la crisis de los cuidados no se convierte en desencadenante de una batalla para exigir un modelo de organización social que priorice las necesidades de las personas y que garantice el derecho a cuidarse, a cuidar de otras personas o a recibir cuidados, sino que, por el contrario, se está convirtiendo en un motor de generación de más precariedad. Como decíamos antes, el modelo tradicional para resolver los cuidados se tambalea, pero desde luego no sucede lo mismo con el sistema social en el que se ha desarrollado ni con las relaciones de poder que lo sustentaban. De este modo, los cambios (o resistencias al cambio) que la crisis de los cuidados está originando se mueven en las mismas coordenadas, como podemos ver a continuación.
Los mercados
El papel de los mercados se está viendo reforzado. Por un lado, la necesidad social de cuidados se mercantiliza y empieza a aparecer como un nuevo escenario para los negocios. Así, nos encontramos, por ejemplo, con la proliferación de empresas que prestan este tipo de servicios, caracterizadas por la extrema precariedad de sus condiciones laborales y por ser un sector muy feminizado. Estas empresas suelen operar a través de instituciones públicas, que en lugar de ofrecer directamente estas prestaciones, las privatizan mediante la subcontratación. Por otro lado, se mantiene la falacia de que los mercados son totalmente ajenos a los cuidados que necesita la población, cuando debería ser evidente para cualquiera que se nutren de una fuerza de trabajo que ha sido cuidada en la niñez y sigue siendo cuidada en la edad adulta y en la vejez por medio del trabajo no remunerado que mayoritariamente realizan las mujeres. Que la organización autorreferente del mercado laboral impide satisfacer las necesidades de cuidados es algo que constatamos cotidianamente, pero esto ni es cuestionado ni condiciona el agravamiento que supone su acelerada desreglamentación.
El Estado
Ante la envergadura del problema, el Estado y sus instituciones empiezan a poner en práctica algunas políticas, que tienen más de propagandístico que de real. La cobertura social no sólo es absolutamente insuficiente, sino que, además, la tendencia es a congelar, disminuir o privatizar las prestaciones. El desmantelamiento del "estado del bienestar" significa que las instituciones públicas tienden a hacerse cada vez menos cargo del bienestar de la población y, por tanto, de sus cuidados. Hay que añadir, además, que en algunos casos la orientación de los servicios prestados desde las instituciones tienen poco que ver con las necesidades de las personas que deben ser cuidadas y mucho con la disponibilidad temporal impuesta por el mercado laboral a sus cuidadores y, sobre todo, cuidadoras. En este sentido consideramos necesario revisar la lógica con la que habitualmente nos planteamos este tipo de reivindicaciones: no debemos exigir servicios sociales que nos sustituyan en nuestra responsabilidad de cuidar para poder mantener un empleo ajustándonos a las jornadas que se nos exigen desde el mercado laboral. Debemos exigir la priorización de las necesidades de las personas dependientes y de nuestro derecho a cuidarlas, si queremos hacerlo. Es el mercado laboral el que debería adaptarse a la necesidad social de cuidados y no a la inversa.
El colectivo masculino
Entre los hombres, como colectivo, no sólo encontramos pocos cambios, sino muchas resistencias para asumir su responsabilidad en los cuidados. La ruptura que las mujeres han producido en el modelo de familia fordista con su incorporación al mercado laboral no ha tenido correspondencia por parte de los hombres. El modelo tradicional de resolución de los cuidados se tambalea, pero ellos, como colectivo, no se sienten interpelados, aportando sólo alrededor del 20% de los cuidados no remunerados.
Ver aquí en el siguiente cuadro(17)la distribución por géneros del tiempo dedicado a trabajo remunerado y no remunerado
Por tanto, a nivel colectivo no se ha producido una redistribución por géneros de los trabajos de cuidados. Los hombres se mantienen en el modelo de "trabajador asalariado/ganador de ingresos monetarios", sin que sea puesto en cuestión por otras responsabilidades.
Paradójicamente, el trabajador asalariado, considerado como el sujeto por excelencia de la lucha obrera, defiende con uñas y dientes el modelo construido desde el liberalismo para la constitución y desarrollo del capitalismo, encarnando una de las versiones del ciudadano de mercado.
El colectivo femenino
Cómo hemos ido viendo, a pesar de la crisis que intentamos poner de manifiesto, los mercados, el estado y los hombres como colectivo siguen sin considerarse responsables de la satisfacción de la necesidad de cuidados de la población. En estas condiciones, han sido las mujeres las que han seguido respondiendo a esta necesidad con todo tipo de estrategias, donde queda patente el incremento de la precariedad:
- Reorganización de los tiempos vitales de cada mujer para compatibilizar, en lo posible, sus empleos con sus responsabilidades no remuneradas. La suma de ambos trabajos da lugar a jornadas interminables, a lo que hay que añadir la intensificación en el ritmo de trabajo. Pero no sólo hablamos de doble jornada(18), la denominada doble presencia da cuenta de la exigencia de simultanearlas, de estar a la vez aquí y allí, respondiendo a las obligaciones de ambos escenarios. Los problemas de salud y los costes emocionales se multiplican entre las mujeres cuidadoras a las que ¿quién va a cuidar?
- Redistribución intergeneracional entre mujeres: los cuidados se distribuyen entre todas las mujeres de la familia extensa. A veces, la presión que se origina conduce a situaciones de enfermedad grave, como el denominado "síndrome de la abuela esclava". Este síndrome, es muy frecuente y constituye una de las más extendidas pandemias sufridas por las mujeres en el siglo XXI(19).
- Redistribución por clases y etnias. En este caso hablamos del trabajo de cuidados remunerado(20). Tanto en el caso de que se preste a través de una empresa de servicios o se contrate directamente a personas individuales, las empleadas son mayoritariamente mujeres y las condiciones extremadamente precarias. En el caso de las empleadas domésticas se acentúa notablemente esta situación de precariedad(21), sobre todo cuando se trata de mujeres inmigrantes, que suelen estar sometidas a condiciones verdaderamente abusivas. Entre la mujer empleada y la empleadora se establece una relación jerárquica, las diferencias entre mujeres crecen y se recrean antiguas relaciones de poder (señora criada). Los hombres, desentendidos de los cuidados, aparecen aquí como situados fuera del conflicto y por encima del bien y del mal.
La necesidad de cuidados de la población sigue considerándose un asunto de mujeres y el trabajo para su satisfacción sigue moviéndose en un contexto de desigualdades de género, clase y etnia, a menudo imbricadas entre sí y dentro de otras desigualdades regionales e internacionales.
Si en los países del Norte hablamos de crisis de los cuidados, en los países del Sur podemos hablar de una crisis de la posibilidad misma de la sostenibilidad de la vida(22). La globalización y las políticas liberalizadoras están llevando al límite las posibilidades de subsistencia de sus poblaciones y provocando un fenómeno migratorio de gran magnitud. En lo que Arlie Russell(23) denomina "las cadenas mundiales de afecto y asistencia" se produce el cruce entre ambas crisis: mujeres que tienen que salir de sus países dejando a sus hijas e hijos al cuidado de alguna mujer de la familia, para venir aquí a cuidar a nuestras hijas e hijos, o a nuestras personas mayores, a cambio de un salario. Esa familia repartida por diversas partes del mundo, pero en contacto constante, es lo que se ha denominado familia transnacional. Las cadenas globales de cuidados están llenas de tensiones y en ellas se escenifican desde relaciones de poder profundamente jerárquicas y verticales hasta otras que pretenden ser más horizontales, aunque tampoco están exentas de dinámicas de poder(24).
Algunas reflexiones finales
Como hemos ido viendo a lo largo de este texto, la precariedad no sólo se extiende mucho más allá del ámbito de los mercados, sino que es un proceso en el que se entrecruzan numerosos ejes de poder: la clase y el género, pero también la etnia y el país de origen o de residencia, entre otros. Estos ejes de poder no sólo determinan aquellos colectivos sociales que sufrirán en mayor medida la precariedad, ni las distintas formas en que ésta puede manifestarse, sino que forman parte de la estructura misma del sistema en que vivimos, actuando de forma combinada.
En el caso de la crisis de los cuidados, no sólo queda de manifiesto la subordinación de las necesidades humanas a las necesidades de los mercados, sino cómo el modelo tradicional para resolverlos estaba basado en la opresión de las mujeres y que esta opresión, además de garantizar la continuidad de la sociedad patriarcal, era esencial para el desarrollo de la sociedad de mercado y de su lógica. Una vez que este modelo entra en crisis, situación en la que nos hallamos en la actualidad, la ausencia de cambios estructurales hace que los cuidados sigan en manos de las mujeres y que se precaricen progresivamente. En este nuevo escenario, cada día toma mayor carta de naturaleza la "familia transnacional", por lo que aparece con renovada fuerza un tercer eje: la etnia y el país de origen o de residencia de las mujeres.
La lucha contra la precariedad en los cuidados debe necesariamente contener todos estos elementos, debe sacar a la luz esos complicados entramados de relaciones de poder. Ni la lucha contra la precariedad implica unos intereses únicos de esa supuestamente homogénea clase obrera, ni el tema de los cuidados puede identificarse como un conflicto de géneros en el que unas mismas políticas de conciliación "resolverán la papeleta" para todas las mujeres. Es necesario oponerse frontalmente a cualquier modelo para resolver esta necesidad social que se base en la opresión o explotación de ningún colectivo, aunque esto suponga cuestionar posiciones de privilegio que, en distintas dimensiones, podemos estar ocupando. Entender los cuidados como una responsabilidad del conjunto de la sociedad -de los hombres y de las mujeres, de todas las clases y etnias- y como un objetivo social prioritario, significaría llevar hasta sus últimas consecuencias el conflicto entre el mercado y los cuidados, haciéndolos pasar de un asunto "privado" a un problema político de primer orden. Por eso consideramos que esta lucha contra la precariedad en los cuidados debe constituirse en uno de los ejes centrales de la lucha contra la precariedad.
Notas
1.- Borrego, C.; Pérez Orozco, A. y Río, S. del, "Precariedad y cuidados", en Materiales de Reflexión n° 7, Rojo y Negro, septiembre 2003
2.- CGT. Comisión Confederal contra la Precariedad. "Precariedad y exclusión, ¿cómo enfrentarnos?", en Materiales de Reflexión n° 5, Rojo y Negro, junio 2003
3.- Cuidar de la salud, por ejemplo, requiere tener en cuenta numerosos factores combinados, de los que señalamos algunos: alimentación, limpieza, forma de vida saludable, equilibrio emocional, prevención de accidentes, labores formativas en el caso de niños y niñas..., llevar a cabo muy diversas tareas: informarse, planificar, comprar, cocinar, lavar, limpiar, conversar, aconsejar... y establecer las relaciones necesarias en cada uno de los casos.
4.- Como autocuidado puede entenderse, por ejemplo, desde asearse (algunas personas dependientes no pueden hacerlo) hasta autodiagnosticarse una enfermedad leve y resolverla.
5.- Por cuidado mutuo entendemos los cuidados que se dan y se reciben de forma recíproca. Las redes en este tipo de cuidados son muy diversas y también las formas de reciprocidad, que no tienen porque ser homogéneas.
6.- Del mismo modo que el autocuidado y el cuidado mutuo suelen darse de forma simultánea, la dependencia tampoco suele ser absoluta, salvo en el caso de personas con discapacidades muy severas, que afecten a la capacidad de raciocinio, o en el caso de las y los bebés.
7.-Estos dependientes sociales son todavía muy numerosos en nuestro país. No saben cocinar, ni lo que es una dieta sana, no lavan la ropa, no planchan, no limpian la casa... algunos ni tan siquiera son capaces de llevar el control de su medicación cuando están enfermos, ni de comprar su propia ropa interior. No hacen falta muchas investigaciones ni estadísticas para constatar esta realidad que nos rodea.
8.- La idea de interdependencia no niega el derecho a la autonomía, sino que la sitúa en el contexto de la sociabilidad humana. Entre ambas existe una tensión que no ha sido resuelta, ya que se tiende a la negación de una o de otra, lo que hace que operen sumergidas en una maraña confusa de prácticas sociales, en las que se recrean relaciones de poder altamente opresivas.
9.- Cómo señalan Fraser y Gordon la ciudadanía civil no sólo no fue un derecho de todos los individuos, sino que, por el contrario, fueron paradigmáticamente derechos de varones blancos, propietarios y cabezas de familia. La subordinación de las mujeres y la clasificación legal de las esclavas y esclavos como propiedad, no son simples exclusiones, sino los hechos que contribuyeron realmente a definir la ciudadanía civil. (Fraser, N. y Gordon, L. "Contrato versus caridad: una reconsideración de la relación entre ciudadanía civil y ciudadanía social", en Isegoría num. 6, 1992)
10.- Precarias a la Deriva, "Cuidados globalizados", A la deriva... por los circuitos de la precariedad femenina, Traficantes de sueños, Madrid, próxima publicación
11.- Así nos encontramos con que este ciudadano libre e independiente es, paradójicamente, lo que hemos denominado en este texto como "dependiente social".
12,. Pateman, C. El contrato sexual, Anthropos, 1995
13.- "Este modelo de familia nuclear con esa división de roles sólo ha estado plenamente accesible para las familias blancas, burguesas, heterosexuales. Mujeres de otras razas o de clase baja han estado siempre presentes también en el mercado laboral" Precarias a la Deriva, op. cit.
14.- Datos de Durán, M.A. "El análisis de exhaustividad en la economía española", en Carrasco, C. (ed), Tiempos, trabajos y género, Publicacions de la Universitat de Barcelona, Barcelona, 2001.
15.- Durán, M. A. Los costes invisibles de la enfermedad, Fundación BBV, Bilbao, 1999.
16.- Fuente: Asamblea Mundial sobre Envejecimiento, marzo 2002
17.- Datos de Durán (2001), op.cit.
18.- Por no hablar de las triples jornadas de las mujeres que, por ejemplo, quieren intervenir en organizaciones políticas, sindicales o sociales y las cuádruples jornadas cuando añadimos la militancia feminista.
19.- Guijarro Morales, A. El síndrome de la abuela esclava, Zócalo Ediciones, 2001
20.- El trabajo remunerado supone el 10,58% de los cuidados realizados en el hogar. El 4,58 es prestado a través de empresas y el 6% corresponde a empleadas de hogar contratadas directamente por la familia. Cuatro de cada cinco de estas empleadas son mujeres autóctonas. Una exigua minoría de españolas y casi la mitad de las inmigrantes trabajan como internas. (Borrego et al., 2003, op.cit.)
21.- En 1985 se le reconoció el carácter de relación laboral con el Real Decreto 1424/1985 pero con "carácter específico" debido al ámbito donde se realiza el trabajo: los hogares. Esta normativa legaliza una especie de apartheid ocupacional, excluye de la igualdad de derechos a las personas trabajadoras en el servicio doméstico: no es obligatorio el contrato escrito, la relación laboral puede extinguirse por la pura arbitrariedad de la persona empleadora y las indemnizaciones por despido son ínfimas; la jornada laboral es indeterminada al no existir límites para el número de horas en las que la trabajadora debe estar disponible si es requerida, no da derecho a subsidio por desempleo ni por enfermedad profesional. El 36% de las inmigrantes trabaja sin estar dada de alta. Entre las autóctonas la cifra alcanza el 79%.
22.- Precarias a la Deriva, op.cit.
23.- Russel Hochschild, A., «Las cadenas mundiales de afecto y asistencia y la plusvalía emocional», en Giddens y Hutton, En el límite, Tusquets, 2001.
24.- Precarias a la Deriva, op. cit.
(*)Feminista. CGT-Comisión Confederal contra la Precariedad
0 comentarios